Una cita, realmente, a ciegas

Empecé a hablar con el Señor T. hace más de un año.

En esos momentos estaba implicada en una relación, y muy enamorada. Así se lo hice saber. Eso no fue problema para él y, digamos, que las charlas se hicieron frecuentes cuando él tenía turno de noche y coincidíamos. Me encantaba el ritmo de nuestras conversaciones. Cuando nos despedíamos podíamos estar hasta 2 semanas sin cruzar una palabra, pero al retomar la charla era como si hubieran pasado solo unos minutos. Poco a poco nos empezamos a conocer y forjamos una amistad que a día de hoy se mantiene y ambos esperamos que se prolongue a lo largo de los años.

Mi relación sentimental empeoró, T. me escuchaba y me aconsejaba. Pero dejaba que yo misma decidiera. Y un día le dije: «Se acabó. Me quiero a mi por encima de todo. Lo he dejado.»

Me sentía bien, fuerte, independiente. Se acabaron los celos y desconfianzas. Las peleas.

En una de nuestras conversaciones sospeché que T. quería tener una cita conmigo, y ante mi sorpresa, me confirmó que sí.

¿Desde cuándo quieres quedar conmigo? – pregunté.

Desde que comenzamos a hablar – fue su respuesta.

Primera noticia para mi. La verdad es que ni lo había sospechado.

Aún tardamos un par de meses, tal vez más, en tener una fecha. Y a pesar de eso seguimos conversando bajo la misma tónica. No entablamos un diálogo sexual, ni mucho menos. Nunca.

Cuando al fin marcamos un número en el calendario, T. me explicó lo que tenía en mente.

Quiero que vengas a casa, que te tapes los ojos, y yo te haré entrar. – leí que escribía.

Al principio pensé que era una locura. Él nunca me había enviado una foto suya. Era el Señor T. sin más, ¡ni siquiera conocía su nombre de pila! ¿Y si resultaba ser un asesino en serie? (tan fan que soy yo de esas historias, me veía protagonista de una de ellas.)

Lo estuve pensando bastantes días. Por un lado, morbo. Por el otro, miedo.

T. se planteó, ante la tardanza de mi respuesta, que jamás nos veríamos, al menos bajo esas premisas, y me explicó que seguiríamos hablando igual, que era algo que le encantaba y me consideraría su «divertimento«. Esa palabra me enojó, al fin y al cabo era yo la que me tendría que presentar en casa de, así de simple, un desconocido. Por eso, cuando le dije ««, se quedó gratamente sorprendido.

Llegó el día del encuentro. ¿Me prometes que volveré sana y salva a casa?, pregunté. Sólo añadió «y levitante«.

Durante unos 50 kms., conduciendo hacia el lugar de la cita, fui acumulando nervios. Que era una locura, lo sabía. Pero también era excitante, y algo nuevo.

Aparqué y él me llamó por teléfono, y por primera vez escuché su voz. Eso me tranquilizó, pero pensé que Ted Bundy también había sido un hombre educado y amable y se cargó a más de cien mujeres.

Me dio su dirección. Delante de su portería aún me esperé varios minutos, muy nerviosa. Al fin, piqué y T. abrió. Subí los tres tramos poco a poco. Delante de la puerta, respiré hondo, vendé mis ojos y me lancé al vacío.

Ojos tapados

Abrió y, tal y como había prometido, lo primero que hizo fue abrazarme. Fue un abrazo cálido y enorme. Yo temblaba de miedo y excitación. Me dijo que había sido muy valiente (inconsciente, pensé yo.)

Cerró la puerta y me hizo entrar. Podía oír sus movimientos, oler su cuerpo, notar cada matiz de su suave y pausada voz. Nos quedamos de pie y empezó a besarme la cara. Aún temblaba, me parecía increíble lo que había hecho. Y disfrutaba con esos besos, que fueron correspondidos al llegar a mi boca. T. soltó los botones de mi blusa, y mis manos investigaban por debajo de su camisa. Los nervios cesaron, llegó el deseo puro. Por primera vez desde que empezamos a hablar, entre nosotros había algo sexual. Estábamos semi desnudos. Recorrí todo lo que pude de su cuerpo. Noté su excitación, la acaricié. Me sentó y noté que estaba delante mío. A ciegas, busqué su cremallera y, tras desabotonar su pantalón, la bajé. Ese sonido me excitó sobremanera. Me entretuve un poco en prodigarle caricias a su muy erguido sexo. Bajé su ropa interior y mi pasé mi lengua por su húmedo glande. Escuchaba su respiración agitada. Incluso sus suspiros ahogados. Comencé una ligera felación, por momentos lo sacaba de mi boca y notaba un hilo de saliva entre su polla y mis labios.

Me hizo incorporar y me llevó hasta su cama, donde nos desprendimos de la ropa que aún nos vestía. Tocó todo mi cuerpo y yo percibía esas caricias con una gran intensidad. Bajó hasta mi sexo y su boca generosa me arrancaba tales gemidos que no intenté silenciar, sino todo lo contrario. Disfruté y grité y me corrí de una forma totalmente desbocada. Pasados unos minutos, en los que estuvimos abrazados, hice que se tumbase y, previa colocación del obligado profiláctico, empecé a moverme sobre él. Colocó sus manos en mis caderas, siguió mi ritmo, me masturbó mientras me lo follaba… Los vecinos, estoy segura de que escuchaban mis casi gritos, mis orgasmos. Era todo tan morboso, tan placentero debido a mi temporal ceguera, que notaba detalles en los que no había reparado nunca antes, captaba cada cambio en su respiración, y el tacto de manos sobre mi piel muchísimo más que si pudiera contemplarlo.

Él ya quería su final feliz, necesitaba liberarse de todo el deseo, así que tomó los mandos y, con su habitual ritmo, pausado pero continuo, y desde atrás, no paró hasta correrse.

Nos volvimos a abrazar y reímos. Los vecinos me van a mirar mal, dijo. Y por un momento sentí vergüenza.

Creo que sería hora de ver tu cara. – proclamé. Me quité la venda y por primera vez vi el rostro de mi querido Sr. T.

Lo miré y solo pude decir: Por cierto, ¿cómo te llamas?

Lila

16 comentarios sobre “Una cita, realmente, a ciegas

  1. Un relato francamente morboso y excitante. El cegar el sentido de la vista hace intensificar a los demás sentidos, una buena manera de aumentar el placer y las sensaciones.
    Ha sido muy agradable y delicioso leerlo en este comienzo del año.

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