Relájate.

«¿Sabes qué pienso? Que te ataría a mí cama y te haría absolutamente de todo.»

Vas a ser bueno y no te vas a mover ni un centímetro, te dije con la voz más dulce y sensual que pude. Aquí mando yo, por si no te habías dado cuenta.

Soy tuyo, me confesaste.

Lo sé, pensé, eres jodidamente mío.

Te tenía a mi merced. Tumbado en esa gran cama, inmóvil, excitado sin haberte tocado aún. Deseoso de mí, pero me tendrías cuando yo quisiera.

Entré por los pies del lecho, pasé sobre tus piernas, rocé tu cuerpo con mis pechos, despacio, para que pudieras sentirme. Suspirabas, impaciente, aunque mi prisa era nula.

Apoyé mis brazos sobre tu pecho y te miré. Te deseaba tanto como tú a mi, mas esa espera era un deliciosa tortura. Toqué suavemente tus labios con mis dedos y tras el leve contacto, mi boca fue hacia la tuya. Y te besé. Primero despacio y después con urgencia. Querías moverte, las cuerdas te lo impedían, y estaba segura de que blasfemabas en tu interior.

Me incorporé y me senté sobre tu sexo, sin introducirlo, moviéndome de forma acompasada sobre él, mojándote poco a poco mientras nuestra mutua excitación crecía. Cogías las sábanas con tus manos, alzabas tu cadera buscando un contacto más profundo, queriendo estar dentro de mí. Notaba tu polla, dura, rozando cada vez con más fuerza mi zona íntima, arrancándome suspiros, que te excitaban aún más. Cómo de difícil se me hacía no meterte en mi y follarte, dejar escapar todo mi deseo, toda mi sexualidad, todo el morbo y el vicio que despertabas en mí.

De tu garganta brotaban puros jadeos de placer.

Por Dios, Lila, me vas a matar… Este deseo que tengo por ti es enfermizo. Fóllame, por favor, fóllame, te lo ruego.

¿Eso quieres? – pregunté.

Sí, eso quiero.

¿Ahora? – volví a preguntar.

¿Quieres que te implore?

No – reí. No hace falta, querido. Mírame.

Abriste los ojos y allí me viste, sobre ti, desnuda, majestuosa, dominante, segura de mi misma, sonriendo, malvada, como si me tuvieras que dar las gracias por estar a punto de darte mi cuerpo y mi pasión.

Sin despegar tu mirada de la mía, levanté mi cuerpo, agarré tu verga, y poco a poco hice que me penetraras. Mordiste tu labio con fuerza, gemiste, tensaste todo tu cuerpo.

Hija de puta, fóllame de una vez.

No pude evitar soltar una carcajada.

Cambié de posición y me puse en cuclillas. Elevaste un poco la cabeza y pudiste ver como tu polla era engullida lentamente, y, una vez clavada hasta el fondo, empecé a subir y bajar.

¡Joder, sí!, me encanta, fóllame – repetías.

Y eso hacía yo. Suave, lento, muy profundo, recorría con mi sexo cada centímetro de tu hinchado falo, empapado de mis flujos, duro, delicioso. Me empezaban a doler las piernas, pero aquello era tan placentero, tan morboso y excitante, que no podía parar. Me encantaba escucharte gemir, ver cómo tensabas tus músculos, saber que estabas bajo mi completo dominio, que disfrutabas por mí, para mí.

Volví a sentarme sobre ti. Descansé unos segundos. Te besé, había urgencia en tu boca, intentabas morder mis labios, tus caderas continuaban moviéndose, mi lengua jugaba con la tuya, gemías, tirabas con tal fuerza de las cintas que te amarraban a la cama, que por un momento pensé que las romperías.

Calma, te dije. Disfruta.

Bajé…

Dios… – dijiste, anticipando a lo que iba.

Qué tendrá Dios que ver con ésto – reí. Me encanta tu polla, ¿te lo he dicho alguna vez? Chupé tu glande hinchado y húmedo. Ya no podías contestar. Con una mano te masturbaba mientras seguía regalándote caricias con mi boca. Mis labios resbalaban, mojados y calientes, disfrutándote.

Sigue, sigue... – casi exigías.

No quiero que te corras aún – dije incorporándome. Tengo una sorpresita para ti.

¿Y no me la puedes enseñar después? ¡Déjame acabar, por favor!

No…

Me levanté y abrí el cajón de la mesita de noche.

Lila, ¡no! ¡Ni se te ocurra! ¡Ya me estás desatando de aquí! – casi gritaste.

Vaya – bromeé. Es la primera vez que un hombre me pide salir de mi cama, qué decepción, estoy perdiendo facultades.

Porque ahí estaba yo, con una gran sonrisa en la cara y un strap on en una mano.

Pero cariño -dije-, si te va a gustar. Tú te relajas y ya verás cómo disfrutas.

¡Que no quiero, he dicho! ¡No me gusta!

¿Cómo lo sabes si no lo has probado?

A ver, Lila -sonabas desesperado-, hablemos, ¿de acuerdo? Otro día si quieres, yo me lo pienso. Y entonces lo hacemos. Te lo prometo. Dejo eso donde estaba guardado.

No.

Te quedaste blanco.

Mira -proseguí-, ¿verdad que a ti te gusta hacerlo conmigo?

Sí… -contestaste dubitativo.

¿No me merezco el mismo trato?

No es lo mismo -te quejaste.

Tú tranquilo. ¿Ves este gel? -mientras, destapaba un pequeño recipiente azul. Es un dilatador para tu ano, y a la vez te lo anestesiará un poco, para que sea menos molesto. Puse una pequeña cantidad en mi dedo índice. No te asustes, que esta frío -seguí.

¿Tengo que asustarme porque eso está frío cuando vas a, literalmente, follarme el culo? ¡Por el amor de Dios!

Dios, Dios... -bromeé. Te apliqué el gel.

Lila, en cuanto salga de esta cama te juro que me voy y no vuelvo más.

Tú te lo perderás, querido mío -contesté.

¿Vas en serio, verdad?

Sí.

Que sea lo que…. -lo miré arqueando una ceja-. Bueno, ¡acaba ya!

Te libré de las cuerdas que mantenía sujetas tus piernas.

Levanta el culoordené.

Puse un cojín debajo, para subir tus caderas un poco por encima del cuerpo. Me  coloqué entre tus piernas. Con suma delicadeza, extendí el gel, y a la vez introducía un poquito el dedo en tu ano. Estabas muy tenso.

¿Quieres calmarte? Si de verdad te duele, pararé, te lo prometo.

No respondiste.

¿Sabes lo que es tu próstata, verdad? Mmm, pues es tu punto G.

Mientras introducía cada vez un poco más mi dedo. No te quejabas aunque tampoco te oía disfrutar. Solo escuchaba tu respiración un poco más agitada de lo normal. Masajeaba tu perineo y bordes de tu ano, cuidadosamente. Levanté mi mirada, estabas mirando al techo, como concentrado en algo. Tu polla colgaba flácida, así que intentado coordinar todo lo posible, comencé a masturbarte. Eso pareció relajarte un poco. Me miraste con cara de «ésta me la pagas.» Y yo solo te lancé un beso.

Por fin llegué a ese punto de placer que todos los hombres tienen y que no tantos deciden explotar: tu glándula prostática. Note un bultito como una nuez, y empecé a masajearlo lentamente, olvidándome de nuevo de tu pene, que ya estaba erecto.

¡Joder!, gritaste. ¿Pero qué cojones me estás haciendo?

No contesté. Tres, cuatro minutos…

Lila, ¡para!

No lo hice. Jadeabas, gemías…

¡Para, joder, que me corro!

No paré.

Y de repente, tuviste el mejor orgasmo que yo te había visto jamás tener.

Cuando dejaste de retorcerte de placer, me tumbé a tu lado, desaté tus muñecas, y me abrazaste.

¿Qué me has hecho, pedazo de cabrona?

¿Alguna vez no te lo has pasado bien conmigo? -pregunté con mirada inocente.

No, la verdad que no, ya lo sabes. Pero jamás imaginé que…

¿Que estimular tu ano fuese tan gratificante?

Correcto. Me ha encantado. Ha sido como, «no puedo aguantarme, me corro».

Mmmm, me alegro -me acurruqué junto a ti.

¿Y eso que has sacado del cajón de la mesita?

Eso, otro día, querido. Otro día.

46 escalones…

46 escalones… Son los que hay que subir hasta mi hogar. La primera vez que lo hice, fue cuando buscaba mi nuevo futuro. La que había sido mi vivienda los últimos 15 años ya tenía nuevos dueños. Todas mis cosas, poco a poco, eran guardadas en cajas. Mi vida estaba empaquetada en una de las habitaciones del piso que pronto debía abandonar, el que en breve sería el hogar de otra familia.

Cuando entré por primera vez por la puerta de este tercero sin ascensor pensé: ni de coña. Hacía más de tres años que nadie vivía en él. Estaba sucio, tenía un olor a humedad que tumbaba. En la habitación pequeña, en la ventana exactamente, había pegatinas de los Mossos, cada una con un número, y en el marco, polvo negro del que se usa para sacar huellas dactilares. Me imaginé una escena de CSI y miré el suelo por si veía la silueta de un cuerpo. Solo habían intentado okuparlo, por suerte. Las terrazas estaban llenas de moho y suciedad. Nada apetecible. Miré al techo y vi las vigas. Me encantaron. Le daban al piso un aire de casa. Me imaginé el pasillo largo lleno de estanterías con libros. Mi habitación con una gran cama. Las terrazas con una mesa y sillas en cada una. En la media hora larga que estuve visitando el piso, llegué a verlo con cortinas, un cómodo sofá, fotos en las paredes, etc.

El chico de las fincas me decía que una vez limpio y arreglado el piso estaría bien y bla bla bla. Le contesté: Mira Daniel, ésto es un zulo, no me lo adornes, porque ahora mismo no tiene otra definición. Pero ¿sabes? Lo haré mi hogar. Empecemos con los trámites.

Era el mes de mayo y hasta 5 meses después no tuve el aprobado de la Generalitat, al tratarse de un piso embargado. Durante la mayor parte de ese tiempo tuve que vivir en una habitación, junto a dos personas muy peculiares que al final se convirtieron en amigos. Fueron unos meses de pasar nervios por si la Generalitat decidía comprar y destinar el piso a alquiler social (irónico que compren una vivienda embargada para darla en alquiler a personas que han sido deshauciadas.) Pero por fin se produjo la ansiada llamada: «Te puedes quedar el piso. Han renunciado a él«.

46 escalones que conducen hasta mi cama
Los 46 escalones que conducen hasta mi cama

Llamé a mi madre para darle la noticia y las dos lloramos. Por fin tendría mi hogar. Esos 46 escalones implican mi independencia. Mi libertad. Llevar la responsabilidad de las riendas de mi vida. Y todo eso conlleva un esfuerzo. También son los 46 escalones que llevan hasta mi cama. Unos no pisan el portal y otros se quedan a mitad de camino. Llegar hasta arriba no es tan fácil. El deseo de una mujer se ha de ganar poco a poco, escalón a escalón. No puedes coger el ascensor y llegar hasta la cima en un momento

En este blog pretendo explicar muchas cosas, algunas verídicas y otras fruto de mi imaginación. Creerlas o no, lo elegirá el lector. También pretendo escribir sobre temas que me resulten interesantes. Aquí seré yo, con mis virtudes y defectos. Si te apetece, dame la mano y sube conmigo los 46 escalones.

Lila.